Translate

sábado, 30 de octubre de 2010

FORMAS ACTUALES DEL CINE ESPAÑOL (3): A PROPÓSITO DE “BURIED (ENTERRADO)”, “EL GRAN VÁZQUEZ”, “ELISA K” Y “PAN NEGRO”


Así como Buried (Enterrado) y El gran Vázquez miran distintos mercados, el internacional y el nacional respectivamente, como objetivos prioritarios a alcanzar cada una a su manera –la primera, amortizando su exiguo presupuesto mediante una hábil campaña de ventas que por sí sola ya habrá cubierto su coste; la segunda, aprovechando la popularidad de su principal protagonista—, Elisa K es, presumiblemente, una producción tanto o más pequeña que Buried (Enterrado) –los costes de este tipo de trabajos suelen estar poco o nada difundidos; por ejemplo, el sueldo de las estrellas de nuestra cinematografía sigue siendo un tema tabú todavía pendiente de ser desentrañado—, cuyo mercado no es estrictamente ni nacional ni internacional, sino esa nebulosa por la cual se mueven los canales de distribución especializados en el así llamado cine minoritario, a medio camino entre la captación de clientes potenciales en los certámenes cinematográficos especializados y los circuitos de exhibición antaño conocidos como “de arte y ensayo”, que conjugan la ambición de conseguir que sus productos tengan la máxima difusión tanto dentro como más allá de nuestras fronteras pero, por lo general y salvo excepciones, sin salirse de esos concretos circuitos “pequeños”.

Forma número 3: el blanco y negro y el color. Elisa K (2010), de Judith Colell y Jordi Cadena.- Elisa K es una película nacida “a la contra”, en este caso no sólo de lo que “se lleva” en el seno del cine español más comercial –la comedia y el cine de terror—, sino incluso de lo que es el cine comercial internacional. Es una producción de pequeño formato, concebida para su exhibición en los circuitos donde se ha explotado y para su proyección en festivales. Hasta ahí, nada que decir al respecto, habida cuenta de que no hay mayor coherencia ni honestidad que la de las personas que montan una producción cinematográfica de estas características siendo conscientes de los medios de que disponen y del formato de lo que pretenden conseguir. Lo peor, lo más irritante de un film como Elisa K es que “se venda”, antes incluso de ser filmada, como una-obra-de-arte, dando por sentado ese estúpido silogismo en virtud del cual una-película-no-comercial es forzosamente, necesariamente, obligatoriamente, imprescindiblemente, una-película-artística, y, en consecuencia, una-buena-película (añadiendo, con una falta de modestia digna de mejor causa, que se ofrece así como una alternativa al cine comercial no-artístico y, por tanto, no-bueno). Con franqueza, sigue sorprendiéndome que semejante estrategia comercial de tan baja estofa todavía tenga sus adeptos, en una enésima demostración de que los tópicos de siempre hábilmente explotados por una buena campaña de promoción siguen funcionando con eficacia, y que, mal que pese, el cine minoritario acaba adoptando las mismas formas de publicidad que, pongamos por caso, las que arropan cada nueva entrega de la serie Harry Potter, pero únicamente con la diferencia de la adaptación al mercado y a los medios de los cuales ese cine minoritario dispone: allí donde el cine comercial ofrece espectáculo y entretenimiento para “las masas”, el cine minoritario contraataca ofertando arte-y-sensibilidad para “los selectos”; mientras unos brindan la posibilidad de “pasar un buen rato”, los otros presentan la oportunidad de “diferenciarse” de los borregos que hacen cola para ver a Harry Potter y hacerles sentirse así más “inteligentes”. Mas, dejando aparte el hecho de que toda campaña de publicidad comporta una manipulación dirigida a conseguir determinados intereses particulares, y de que toda manipulación de esta índole es humanamente repugnante, lo cierto es que, a la hora de la verdad, y una vez vista esta teóricamente sublime Elisa K, acaba revelándose como el típico bodrio “de arte y ensayo”, del cual lo que más llama la atención es, al contrario de lo que alardea, su miedo a llevar hasta sus últimas consecuencias aquello que plantea. Vamos a verlo.

Es bien sabido a estas alturas que Elisa K es un film con dos partes bien diferenciadas: los aproximadamente dos primeros tercios de su metraje están rodados en blanco y negro y se corresponden con las secuencias rodadas por Jordi Cadena, mientras que el tercio final está filmado en color y ha sido realizado por Judith Colell. En esos dos primeros tercios blanquinegros, asistimos a la representación de una larga serie de hechos cuya inmediata consecuencia será lo que luego ocurrirá en el tercio final en color. Así, en ese largo principio conocemos la historia de Elisa (Clàudia Pons), una niña que vive con su madre (Lydia Zimmermann) y su hermano mayor (Pol Montañés) en una casa de campo, pero que esporádicamente viaja a Barcelona para ver a su padre (Hans Richter), del cual la madre –suponemos— está separada. Todo tiene un cierto aire de ritual: la madre acompaña a sus hijos a la estación de tren el día que van a visitar a su padre, y les viene a recoger a esa misma estación cuando regresan. Lo que vemos está acompañado por una narración en off (recitada por Ramon Madaula) que en la mayoría de ocasiones nos describe lo mismo que están explicando las imágenes, pero en otra en concreto anticipa un hecho crucial, sobre el que luego volveremos y que va a ocurrir poco después. Dicho de otro modo, la voz en off no es tanto informativa como también, y en cierto sentido, “anticipativa”. Ello, unido a una planificación en la cual el plano general fijo es el tropo predominante, confiere al relato un tono tan contemplativo como (pretendidamente) reflexivo. ¿Por qué Cadena, único guionista acreditado, ha elegido esta opción y no otra? A falta de conocer por mí mismo el relato de Lolita Bosch en el cual el film se inspira y titulado Elisa Kiseljak, e ignorando por tanto si esa manera de narrar ya se encuentra de un modo u otro en el original literario, no hay más remedio de efectuar una interpretación. Podemos entender (o, si prefieren, yo entiendo) que la combinación de planificación “alejada” de los personajes y de narración over describiendo lo que ya vemos y anticipando lo que pronto veremos y/o sabremos busca que el espectador se sitúe deliberadamente “fuera” de la narración, que se la mire a distancia: que la observe desde una perspectiva más intelectual y reflexiva que emocional y participativa. Si ese era el propósito, hay que decir que Cadena lo consigue plenamente; el problema es que lo que narra, ciertamente, resulta frío porque así lo ha pretendido en virtud de semejante planteamiento estético y narrativo; pero dicha frialdad acaba siendo una barrera infranqueable, habida cuenta de que: 1) la planificación resulta tan insípida y poco imaginativa, que mas que un efecto de distanciamiento produce una sensación de rutina y aburrimiento; y 2) la voz en off, que vuelvo a insistir a falta de conocer la narración de Lolita Bosch, podemos interpretar como “la voz” del propio realizador, erigiéndose en una suerte de demiurgo austero y sin pasión, y reforzada además por la monótona dicción del siempre inexpresivo Ramon Madaula, carece asimismo del menor atractivo, dado que lo que explica no tiene relieve ni siquiera desde un punto de vista estrictamente literario (si dicha narración over es textual del original literario de Bosch, será mejor no acercarse a este último), y lo que anticipa –que es el momento clave de la película— crea una expectativa que tampoco cumple las previsiones que crea, y ello como consecuencia de la pobre manera como lo resuelve el realizador. En resumidas cuentas, tanta “frialdad intelectual” acaba desembocando en un relato sin el menor interés.

He mencionado que la voz en off anticipa de repente, aunque con la misma falta de énfasis, el momento crucial del relato. Nos hallamos en la casa del padre de Elisa; el primero y sus hijos se han encontrado con un amigo del padre (Jordi Gràcia), a quien ha invitado a tomar café; los personajes se concentran en el salón de la vivienda; el padre, amodorrado por la comida, se duerme en el sofá; el hermano de Elisa, aburrido, sale a la terraza del piso; Elisa se queda en el comedor, sentada en un sillón junto a su padre dormido y el amigo de éste; la voz over nos describe todo lo que estamos viendo, y entonces, anticipándose al futuro, añade que “…Elisa será violada”. Entonces, Jordi Cadena “rompe” la planificación, a base sobre todo de planos generales, que ha mantenido hasta ese momento con la finalidad de expresar, mediante el fuera de campo, el ultraje del cual va a ser víctima la pequeña Elisa; puede decirse en su favor que semejante “ruptura” resulta hasta cierto punto lógica, y probablemente hecha con la siguiente intención: la planificación “se rompe” de la misma manera que, con su violación, el mundo de Elisa también “se rompe”: el plano general cede el paso al plano de detalle, advirtiéndonos de que, efectivamente, algo inusual, terrible, va a suceder. Hasta ahí sería perfecto, si no fuera porque el propio Cadena destroza esa idea mediante una penosa planificación en la cual se recurre a la convención, propia del cine de suspense, del montaje en paralelo a fin de crear “tensión”: planos cortos del columpio donde el hermano de Elisa se columpia aburridamente en la terraza, combinados con más planos cortos de detalle del piso, que culminan muy poco imaginativamente con la rotura de la cadena y el hermano de Elisa cayéndose del columpio: dicha cadena “se parte” en correspondencia con la “partición” de la inocencia de Elisa. Después, el realizador regresa a su planificación mayoritaria de planos generales fijos para describir los sucesos inmediatamente posteriores a tan lamentable suceso, y cómo la niña, aparentemente, borra de su memoria la agresión sufrida, hasta llegar a adulta y convertirse en una estudiante universitaria que, ahora bajo los rasgos de la actriz Aina Clotet, deja el hogar materno y se instala en la ciudad para estudiar.

El tercio final en color a cargo de Judith Colell es, si cabe, todavía peor. Su función consiste en establecer un contraste rápido e inmediato con los dos tercios anteriores. El blanco y negro deja paso al color. Los planos generales fijos, a los primeros planos, la cámara en mano y el montaje corto. ¿Por qué? Desconociendo, vuelvo a insistir, el relato de Lolita Bosch, podemos interpretar que con este paso del blanco y negro al color se busca, primeramente, un efecto estético: el blanco y negro de un pasado que parece una vieja fotografía desaparece en beneficio de un presente en color “como la vida misma”. El pasado de Elisa era en blanco y en negro, sin matices; el presente, en cambio, está para ella repleto de turbios colores. Y estalla con fuerza mediante una brusca recuperación de la memoria sobre lo ocurrido por parte de la protagonista: de pronto, esa mala vivencia reaparece de forma vívida en su mente, y con él todo su significado, contemplado desde la percepción de una mujer ya adulta: ese pasado blanquinegro y hasta cierto punto idílico deja paso a una realidad presente marcada por los colores del dolor y el sufrimiento. Como idea no está mal (por más que tampoco sea particularmente brillante), pero la manera que tiene Judith Colell de visualizarla termina por hundirla en el marasmo de la mediocridad. En primer lugar, resulta ridícula la muy forzada “suspensión de la incredulidad” a la cual primero Cadena y luego Colell someten al espectador: si resulta difícil de creer que alguien sea capaz de violar a una niña sin que ésta haga el menor ruido, mientras su padre duerme en el sofá y su hermano mayor se columpia justo en la terraza de al lado (mejor dicho: resulta difícil de creerlo tal y como la película lo plantea), no lo resulta menos la penosa asociación de ideas que permite que la adulta Elisa se recupere de su amnesia: una mañana, en el piso para estudiantes que comparte con una amiga (Nausicaa Bonnín), Elisa se levanta de la cama y se prepara un café; aparentemente, la visión de esa taza de café (gran primer plano) despierta en ella, o así hemos de entenderlo, el recuerdo de esa siniestra tarde tomando café en el piso de su padre… Ante semejante tontería, uno no puede menos que preguntarse si hasta ese momento Elisa nunca se había tomado una taza de café que pudiera estimular su memoria; o, sin ir más lejos, cómo es posible que una muchacha en edad universitaria no haya ni siquiera sentido, aparentemente, el menor conato de deseo sexual, el cual hubiese bastado para crear una asociación de ideas que le habría recordado su desgracia.

Puede alegarse que tanto la resolución fuera de campo de la violación de la Elisa niña y la recuperación de la memoria por parte de la Elisa adulta no son sino “licencias” más o menos poéticas sin las cuales el relato no tendría el sentido que pretenden imprimirle sus responsables. Pero semejante conjetura “poetizante” se da de bruces contra los recursos que emplea un film que, en nombre de una supuesta sensibilidad, termina haciendo gala de un efectismo ramplón y de vía estrecha. Ya hemos mencionado el torpe montaje en paralelo al cual recurre Jordi Cadena para mostrar elípticamente el ultraje de la pequeña Elisa; los recursos de Judith Colell son puro efectismo: una penosa y larga secuencia en la cual se incurren en todas y cada una de las ideas más tópicas a la hora de expresar la desesperación: Elisa sintiendo el impulso de telefonear a su madre para decirle: “acabo de recordar algo terrible”, encerrándose en el cuarto de baño, desnudándose e intentando ducharse porque se siente “sucia”, rompiendo el cristal del espejo que le devuelve reflejada su expresión de ser humano ultrajado, pisando con los pies descalzos los trozos de espejo a fin de contrarrestar su dolor emocional mediante el dolor físico, exhibiendo su rabia y desconsuelo ante su sorprendida amiga… ¿Y qué decir de la penosa escena final, con Elisa citándose con su padre en una cafetería y reprochándole que fue violada por su mejor amigo sin que él se enterase…?: para rematar la faena, el film concluye con un plano medio de Elisa y su padre sentados junto a la luna de la cafetería, y con la cámara colocada en la calle; de repente, la joven gira el rostro y mira a la cámara, y de paso al espectador, como queriendo hacerle partícipe de su desdicha, como reprochándole su pasividad ante lo que se le acaba de contar, asimismo, pasivamente. Elisa K es una diáfana demostración de que el actual cine español “de autor” deja, por lo general, mucho que desear: incluso propuestas como ésta, concebidas teóricamente al margen de las formas establecidas, acaban haciendo gala de una comodidad y un conformismo apabullantes.

(continuará...)


2 comentarios:

  1. Comentario con posible SPOILER

    ¿Ese plano final que describes no es un descarado pagio de "4 meses, 3 semanas, 2 días"?

    ResponderEliminar
  2. Hola, Int:

    ¡Cierto! No había caído en ello, bien observado. Parece el plano final de ese film.

    Un saludo cordial.

    ResponderEliminar